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Cada vez que te miro te veo más grande
Siento tu latido interno, fluyes por mi cuerpo con la vitalidad de una intrépida amazona. Resuelta y fuerte.
Te sientes vulnerable y pequeña. Y yo cada vez que te miro te veo más grande.
Te agitas y revuelves nerviosa ante las transformaciones que percibes de manera sutil fuera de ti, y a galope tendido en tu interior al grito de: “¡A la carga!”.
Vives confusa y sientes vértigo ante esta incertidumbre de no reconocerte en tu propia vida.
Luchas con valor contra cada uno de tus miedos y no te concedes el honor del triunfo por no creer merecerlo.
Luchas con el coraje del amor como única arma y todavía no te otorgas el merito de lo valiosa que está siento tu aportación en el universo.
Te envuelves derrotada y exhausta. Te acurrucas vencida en tu capullo sin entender a qué se debe ese no poder más.
Te cuesta reparar en esa lucha constante contra tu propia naturaleza, tus miedos, tus creencias y debilidades.
Te encoges pequeñita.
Necesitas un abrazo acogedor.
Necesitas que te acaricie el cabello enredado de dolores.
Necesitas sentir esa paz que no parece concederte tu eterna batalla interior.
¡Ven, amada mía!
Va siendo la hora de transformarte en mariposa y volar libre y feliz.
¡Vuela, mariposa, vuela!
Ilumina el cielo con tu luz mágica, inspira armonía a la propia naturaleza que te creó amorosamente.
Vuela ligera y tan alto como quieras, en la inmensa abundancia del infinito.
Déjate fluir y llevar con mimo por la brisa suave que te facilita el viaje.
¡Vuela, mariposa, vuela!
Alcanza cada uno de tus sueños.
Realiza tu misión de comunicar alegría del ser y estar.
Enamóranos, mariposa, con tu preciosa vida y tu exuberante vuelo.
¡Vuela, mariposa, vuela!
¡Vuela tranquila!
Autora: Marisa Rubio Pedrero
Este es uno de los primeros cuentos que escribí y uno de los que más satisfacciones me han producido en todos los sentidos. Me acompaño en mi primera lectura de cuentos propios en mi amado Espacio Nautilos el 26 Noviembre 2004 con una magnífica acogida por parte del público en el debut de los cuentacuentos en voces de sus autores al que bautice como: Me suena a cuento, del Taller entre-líneas que tuve el placer de coordinar y presentar.
El 11 Noviembre 2013 lo recupere para hacer una lectura en directo para Divertimento del Club de Lectura Librería Bravo, durante el mes temático que nombre: Diver-Lectura.
“Caperucito encarnado” es un cuento que nos hace reír mucho y reflexionar sobre los cambios que siempre se llevan mejor entre risas, disfrutando del camino y dejándonos sorprender. Espero que lo disfrutéis y que os aporte posibilidades de cambios o no… tú decides.
CAPERUCITO ENCARNADO
Había una vez un niño muy mono e inocente. Su papi le había hecho una prenda carmesí y el muchachito la llevaba tan, tan a menudo que todo el mundo le llamaba Caperucito Encarnado. Un día, su papi le pidió que llevase unos pasteles a su abuelo, que vivía al otro lado del bosque, recomendándole que no se entretuviese por el camino, pues cruzarlo era muy peligroso, ya que siempre andaba acechando por allí alguna loba.
Caperucito Encarnado, recogió la cesta con los pasteles y se puso en camino. El niño tenía que atravesar el bosque para llegar a casa del Abuelito, pero no le daba miedo, porque allí siempre se encontraba con muchos amigos: los pájaros, las ardillas, las mariposas... ¡De repente vio a la loba!, que ondeando su llameante y voluminosa melena al viento, se acercaba a él, cosquilleando el aire con descaro. No pudo precisar si caminaba o iba flotando. Con su mano derecha delicadamente apoyada en la cintura, cuyo contoneo recordaba el ritmo que marcan las palmas en los cajones musicales. Como a cámara lenta, la vio arrimarse, hasta encarársele poderosa, en toda su perfecta y salvaje voluptuosidad. “¿A dónde vas, niño?”, le preguntó la loba con su voz pastosa y bronca de fumadora consumada. Caperucito, “perturbado” ante aquellos ojos acechantes, que le abanicaban con sus largas pestañas, evitándole el desmayo, no podía apartar su mirada de esos labios anchos, rebosantes, que se morreaban a sí mismos. Le respondió, atontado como estaba: “A casa de mi Abuelito”, tratando de entender, ante aquella visión legendaria, a qué se debía la hinchazón de su bragueta. “Ummm...No está lejos”, pensó la loba para sí, dándose media vuelta. El niño, todavía turbado, puso su cesta en la hierba y se entretuvo cogiendo flores de colores tratando de recuperar su ser: “La loba se ha ido” pensó, “no tengo nada que temer.” “El abuelo se pondrá muy contento, cuando le lleve un hermoso ramo de flores simulando el arco iris, ¡además de los pasteles!”
Mientras tanto, la loba se fue a la casa del Abuelito, llamó suavemente a la puerta, y el anciano le abrió pensando que era su nieto. Una cazadora que pasaba por allí, había observado la llegada de la loba. La loba avanzó derecha a su presa. El abuelo, al verse amenazado se escondió bajo las sábanas, que ella le arrancó de un zarpazo juguetón. Y, con dedos precisos y experimentados, fue desabrochando, uno a uno, minuciosa, los botones de su pijama de raso fucsia. “¡No, no! ¡Por favor!” suplicaba el anciano, tratando inútilmente de juntar ambos lados del pijama, en su forcejeo con la loba, “¡no me desarrope, que me enfrío!”. La loba desatendiendo sus ruegos, había comenzado a mordisquear sutilmente aquel pecho cano, pellizcando suave, pero con firmeza, aquellos pezones gelatinosos y arrugados. La loba dejó al Abuelito tan agotado, que ni se enteró cuando le escondió dentro del armario. Se puso el elegante “pijama del infeliz”, se metió en la cama y cerró los ojos. No tuvo que esperar mucho, pues Caperucito llegó enseguida todo contento, cantando un tema de OBK que le había escuchado a su papi en una de las fiestas, en que éste se ponía brillantes vestidos y botas de plataforma.
El niño se acercó a la cama y vio que su abuelo estaba muy cambiado. “Abuelito, abuelito, ¡qué ojos más grandes tienes!”. “Son para verte mejor” dijo la loba tratando de imitar la voz del abuelo. “Abuelito, abuelito, ¡qué pechos más grandes tienes!”. “Son para cobijarte mejor” siguió diciendo la loba. “Abuelito, abuelito, ¡qué boca más grande tienes!”. “Es para... ¡comerte mejooor!” y diciendo esto, la loba malvada se abalanzó sobre el niñito, que tratando torpemente de salirse de sus garras, desparramó las flores sobre la cama y empezó a correr tirando a su paso la mecedora, las cintas de Abad y la colección de “clásicos musicales de ayer y de siempre”. Cuando por fin le dio alcance la loba lo arrojó sobre la cama, arrancándole a mordiscos los botones de la camisa carmesí, sin dejar de frotarse con violencia contra él. Lucharon ferozmente, en un cuerpo a cuerpo encarnizado y brutal, sin pausa, agitados, jadeantes... Al cuarto ataque de la loba, Caperucito sudoroso y fatigado, consiguió alcanzar su cesta, sacando de un tirón el paño de cocina a cuadritos rojos y blancos, sobre el que reposaban los pasteles. Y desafiando a la loba, le gritó: “¡Átame!”. La loba aulló enloquecida.
Mientras tanto, la cazadora que se había quedado preocupada, creyendo adivinar las perversas intenciones de la loba, decidió echar un vistazo a ver si todo iba bien en la casa del Abuelito. Pidió apoyo moral a un segador que trabajaba en un campo cercano y los dos juntos llegaron a la carrera al lugar. Vieron la puerta de la casa abierta y a la loba tumbada en la cama, profundamente dormida. La cazadora sacó su afilada lengua y rajó la reputación de la loba. El Abuelito salió del armario y corrió a refugiarse en los fornidos brazos del segador. Caperucito sonrió satisfecho. ¡Estaba jodido pero contento!
Para castigar a la loba mala, la cazadora la llenó de insultos. Cuando la loba despertó de su placentero sueño, sintió muchísima sed y se dirigió al mueble bar para servirse un whisky con hielo. -¡Pero qué mala es la envidia, mujer!- le dijo a la cazadora que no paraba en su asedio.
Como los polvos habían molado mucho, la voraz loba quedó en citarse con Caperucito regularmente. En cuanto al abuelo, no sufrió más que un gran susto, del cual le consoló su nuevo amigo el segador, mudándose a su casa. Pero Caperucito Encarnado había aprendido muy bien la lección: de ahora en adelante, no escucharía las juiciosas recomendaciones de su Abuelito, ni de su Papá, que definitivamente estaban en otra onda, y se relajaría más con las lobas, que al fin de cuentas, no eran tan malas como le habían contado.
Y Colorín, Colorado, Caperucito Encarnado cambio su nombre por: ¡Caperuzón Encantado!
Despierto sola. Me ducho. La felicidad está escondida tras el espejo. Me miro. Me reconozco. Me gusta lo que veo. Me acepto. Me amo. Me siento estupendamente acompañada.
Me doy las gracias por ello y sólo he cambiado una cosa. ¿Adivinas cúal es?
Publicado en Abril del 2010 en Premio Revista Eñe Literatura Móvil
Desperté sola con el amor durmiendo a mi espalda. Deje la cama vacía para buscar consuelo en mi ducha. La felicidad me aguardaba escondida tras el espejo. Me miré. Me reconocí. Me gusto lo que vi. Me acepté. Me amé. Nunca más estaría sola.
Autora: Marisa Rubio Pedrero
A veces soy sencillamente feliz.
En ocasiones me gusto, confío en mí, estoy segura de lo que hago y me siento bien conmigo misma; en otros momentos solamente busco como mis personajes:
CALDERETA
Aquel martes que mi hermana desapareció, a las ocho de la mañana, me dirigía en el Range Rover a dejar a mis hijos en el colegio. Mi móvil que suena. “Caldereta” puedo leer en la pantalla. “¿Dime?”, y me coloco el manos libres, cuando, sin más, Clara empieza a llorar a gritos, y, David y Sergio a pelearse. No sé qué me solloza mi hermana al otro lado de la línea, sólo creo llegar a escuchar que ha decidido acabar de una vez por todas con Caldereta. La parte trasera del Rover se convierte en un campo de batalla. No oigo nada. ¿Qué dices?, pregunto, pero por lo visto, ha colgado.
El mote se lo puso el primo Carlos, cuando mi hermana tenía 6 años. Aquella navidad, las segundas del pequeño, tendiéndole la pandereta a ella, le dijo: “Tócala Caldereta”. Pese a entender que se refería a que “tocara la pandereta”, hizo tanta gracia la ocurrencia del chiquillo, que se quedó con Caldereta como nombre de reconocimiento familiar, y que con los años fue trascendiendo al conocido.
Tenía un miedo descomunal, la pobre: sentía el mismo pánico a no ser aceptada por los demás, que yo a las asquerosas cucarachas, y Alberto a los terribles payasos. Por eso, supongo que a sus treinta y ocho, ni siquiera se atrevió a usar su nombre de pila, del cual yo ya ni me acuerdo. Y ella seguía respondiendo por Caldereta. Entre otras cosas porque los cambios, por insignificantes que fueran, le producían bastante desazón. Suficiente como para inmovilizarla la sola idea de cambiar su viejo móvil por uno mejor, o, no devolver una cafetera en garantía, aunque no funcionara, pues la había usado ya.
Según Alberto: era incapaz de hacer lo que decía que quería... tan soñadora... pero sin voluntad. “¡Eres victima de tus pasiones, mi querida Caldereta!”, y ella le sonreía a las guasas, algo insegura tal vez, pues creía que se las hacía con cariño y no por celos. Desde pequeño, él excluido de nuestros juegos de “niñas”, se había quejado a mamá de que siendo el mayor no le dejábamos venir a jugar con nosotras al Retiro.
En cuanto dejo a los niños, llamo a Caldereta a su móvil sin ninguna respuesta. Así que telefoneo a Alberto para decirle lo que ocurre. Está en una de sus reuniones de negocios. Supongo que para tranquilizarme, me insiste en que será cualquier bobada de nuestra hermanita, y me asegura que no debo preocuparme.
— Ya sabes que siempre dice que le gustaría cambiar de vida —me indica cuando súbitamente su voz se aleja durante un eterno segundo—, pero nunca hace nada.
—Pero veras... —me trato de hacer escuchar—, creo que me ha dicho que va a acabar con su vida, no a cambiar...
Noto que se ríe. ¿Le estarán haciendo cosquillas?, me pregunto con asombro, pues soy consciente de que no le he dicho nada divertido. “Qué no, mujer”, le oigo decir entrecortándose la llamada, “que ya veras... que no... pasa nada”.
— De acuerdo —afirmo para colgarle, harta como estaba de sus idas y venidas telefónicas.
Decido ir a la Galería de Arte donde trabaja. En ella, cada vez que un cliente le pide su opinión sobre una de las obras expuestas, Caldereta temblaba y no sabía bien que hacer: no porque no tuviera opinión, si no, por que no entendía cómo atinar con lo que el cliente quería oír. Pero Caldereta no está. Y nadie sabe que decirme.
Sigo llamando a su móvil. No hay respuesta. “¿Qué haces?”, pregunta Jaime, cuando entra en la cocina para encontrarme plantada, cual avellano seco, frente al móvil. Me dice qué que ocurre, le cuento lo que sé. Y me indica que no me angustie, que ya se encarga él de ir a buscar a los niños a la escuela. ¡Los niños! Me había olvidado de ellos.
— ¿Dónde estás, Caldereta? —me pregunto en voz alta.
Mi marido me señala que posiblemente esté en su casa, enferma o algo así, cuando coge las llaves del Rover para entregarme las de su Ford. Yo entiendo que se refiere a deprimida. Solía pasarle.
Tenía un sueño. Nada trascendental ni siquiera original, me confiaba Caldereta avergonzada, en el cuarto que compartíamos cuando nuestros padres daban el toque de queda a la iluminaria. Su sueño consistía en ser amada. Necesitaba ser lo más importante para otro. Pero su lista de amores había sido mucho más extensa que su modesta lista de amantes. Había amado mucho. Se había entregado, sin otro interés que el de ser correspondida. Y ellos, Caldereta no entendía el porqué, acababan desapareciendo, como si nada hubiera pasado. Algunos ni le dijeron adiós; los que sí, le hirieron.
Me dirijo entonces en el Ford hacía su casa, con mis esperanzas puestas en encontrarla en la cama apurando una caja de kleenex. Vivía en un piso de alquiler bastante destartalado, que no se aventuraba a reformar por no disgustar al casero, el cual insistía cada mes al pasarse a cobrar los recibos, en lo bien que se conservaba la casa, pasando su dedo por cualquier nuevo desconchón o cerco humedecido y rugoso de olor a desagüe, gracias a ella, sin duda: “¡Ojalá todos mis inquilinos fueran como usted, señorita!”
Llamo al timbre sin respuesta. Mis nervios están a punto de producirme una cistitis. Y temblando, trato de tomar oxígeno y pensar: ¿qué hago? Creo escuchar su voz diciendo que Caldereta se acabó para siempre. Saco el móvil. Vuelvo a llamarla. Espero tono. Oigo la llamada, se sacude entre mis pies sobre la alfombrilla de “Bienvenido al hogar”. Increíble, su móvil, aquí está. Aquí ha estado todo el tiempo, con mis quince llamadas perdidas.
Con su propio móvil se me ocurre llamar a nuestros padres, para ver si ellos saben algo. A su edad necesitaban de atenciones especiales que Caldereta siempre estaba dispuesta a socorrer. Alberto y yo ya andamos bastante ocupados con nuestras propias familias, así que quién mejor que ella, que no tenía esas obligaciones para hacerse cargo de las idas y venidas al hospital, las compras semanales y las gestiones administrativas. Sólo debía atender alguna que otra emergencia casera de vez en cuando.
— Caldereta, hija, ¿Dónde andas?
Responde mamá, dejándome en la duda de qué hacer, pues es evidente que ella tampoco sabe dónde está y no quiero alarmarla. Mi madre continúa su conversación con Caldereta explicándole que el señor fontanero no puede esperarla más, que padre está a punto de tener un infarto y ella: “Ya ves hija... con cuarenta de fiebre que ando”. Tonta de mí, caigo en la trampa, preguntándole si se ha tomado la temperatura, ni qué decir tiene que reconoce mi voz, y tengo que darle todo tipo de explicación absurda sobre qué hago yo con el móvil de mi hermana y dónde está ella. Mi madre no entiende lo que le cuento, y enfadada, me reprocha qué si estamos jugando como cuando éramos pequeñas.
— ¡Eso es, mamá! —exclamo con júbilo— Como cuando éramos pequeñas. ¡Gracias!
Me despido cariñosa prometiéndole que esa misma noche la llamo y que al día siguiente me encargaría de lo que fuera con el fontanero. Y sin perder más tiempo, corro hacia el Ford, que extrañamente encuentro mal oliendo a tabaco. ¡Qué boba soy!, me reprocho divertida introduciendo la llave de contacto, dándome cuenta que vuelvo a respirar.
Me dirijo al Parque del Retiro, donde jugábamos de pequeñas. Hasta habíamos dado con un juego propio y secreto: nuestro escondite particular. Podía ver a Caldereta con sus trenzas, color zanahoria, deshilachadas, su nariz pecosa, y poniendo su minúsculo meñique ante su boca como en los carteles de los médicos de ¡Silencio, por favor! Silbando las palabras que tropezaban entre sus dientes y sus vacíos para decir: “Sólo tú y yo”.
Aparco mal en un lateral de Alfonso XII, me importa un comino, me siento con mis quinces: juego de nuevo. Entro por el paseo del Parterre y avanzo por el de Paraguay hasta la Plaza de Hondura, desde donde me encamino hacía el Palacio de Cristal, y de allí a la gruta situada a la orilla del estanque. Me siento en el banco de su interior. Hay bastante gente, pese a ser las cuatro de la tarde. El corazón me late acelerado. Me apoyo con disimulo en el respaldo y dejo que mi mano resbale hacia aquel hueco de la roca. Una vez en él, inicio la penetración con dolor, pues se estrecha más de lo que recuerda la memoria de una mano de niña convertida en adulta. Me desentiendo todo lo que puedo de las rozaduras, y sigo palpando hasta dar con un trozo de papel. Lo saco, excitadísima. El nudillo de mi dedo índice sangra un poco, no le hago caso y abro el papel. Tiene un número de teléfono móvil anotado. Marco aquel número y espero... un tono, dos tonos, tres tonos:
— ¡Hola, —responde la voz de Caldereta— soy Laura!
— ¡Laura! —repito aquel nombre recuperado del olvido— Cariño, estoy encantada de oírte. ¿Te puedo echar una mano con los preparativos del entierro?
Y nuestras risas se pierden entre las voces de la multitud, la música llorona de un acordeón y el salpicar del chorro del estanque.
Tras una semana corta, intensa y triste. Hoy que no sabía como gestionar mi dolor, a pesar de lo que siento en este momento. Suelto, libero y dejo ir, para recordar hasta creer, que a pesar de las circunstancias:
ME QUEDO CON TU AMOR
Me quedo con tus ojos cristalinos, que me muestran con sus chiribitas y humedades tu alma: cuándo está serena, cuándo cansada, o alegre. Me quedo con tu sonrisa que regala vida y ánimo. Me quedo con tu ingenio y tu agudeza. Me quedo contigo niña y contigo mujer. Me quedo con una mujer valiente y libre, que sabe reconocer cuándo tiene miedo y cuándo mantiene dependencias. Me quedo con tus ganas de ser. Me quedo con tu constancia. Me quedo con tu capacidad de trabajo. Me quedo con tus sueños e ilusiones. Me quedo con tu energía. Me quedo con tu increíble capacidad de amar. Me quedo con tu dar, y respeto tu necesidad de recibir a cambio. Me quedo con tu inteligencia, mujer. Me quedo con tu espíritu de luchadora. Me quedo con tus ansias como con tu generosidad. Me quedo con la vencida y con la que quiere triunfar. Me quedo con tus rabietas, con tus llantinas, de igual forma que me quedo con tu risa iluminaría. Me hago cargo de tu dolor, porque sé que tú también tienes derechos, me quedo contigo, aprendiendo a reconocerlos y a luchar por que se te concedan. Me quedo con la leal y fiel a sus amigos. Me quedo con la madre que ama sin condiciones, con la que crió a su hijo sin modelarle, respetando su proceso personal y con la que no sabe superar su ausencia. Aún así, te quiero.
Te quiero, por tu nombre, por tu diminutivo y por tu superlativo. Te quiero, con nombre compuesto y apellidos, con nombre simple y apellidos, como Sra. primer apellido y con tu nombre infantil. Te quiero, chica de las coletas, guapa y fea. Te quiero, te quiero, te quiero a ti, mi mujer.
Me quedo contigo, con la que espera y la que desespera. Me quedo con la confiada y sin dobleces tanto como con la que sabe demasiado para creérselo. Me quedo con la que quiere ser optimista, y con la que no sabe cómo serlo. Me quedo con la que busca la soledad y con la que sola se vuelve loca. Me quedo contigo, mi mejor amiga.
Me quedo con la firme y con la débil, me quedo con la que sabe y la que aprende. Me quedo con la entregada, tanto como con la independiente, me quedo con la alegría de la huerta, de igual forma, que con la depresiva, me quedo con la fuerte, con la frágil y con la vencida, me quedo con la amiga y la enemiga, me quedo con la que finge sentir y con la siente de veras. Me quedo con la que disimula y con la que es incapaz de hacerlo. Me quedo con la de cristal y con la que se oculta tras un caparazón. Me quedo con la realista y la que cree en las quimeras. Me quedo con la primera y con la última, me quedo con la grande, con la del medio y con la pequeña, me quedo con la que crece y con la que mengua. Me quedo contigo, nena.
Me quedo con la que escucha y con la que desconecta. Me quedo con la que atiende y con la que se evade. Me quedo con la que se cree genial y con la que cree ser poco más que nada. Me quedo con la buena y con la mala, me quedo con la que recuerda y con la que olvida. Me quedo con la indiscreta pero natural. Me quedo con la que funciona como una máquina y con la averiada o fuera de servicio.
Me quedo con la que cree y con la pragmática, me quedo con la que suma, la que resta, multiplica o divide. Me quedo con la artista, con la bohemia, con la hippy, como lo hago con la mujer práctica y realista. Me quedo con la mujer que trabaja para vivir y con la que apenas sobrevive con su trabajo. Me quedo con la controladora y ordenada, y con la caótica, me quedo con la que baila como posesa y con la que apenas se puede mover. Me quedo contigo, preciosa.
Me quedo con la que da y con la que recibe. Me quedo con la justa y con la que no lo es. Me quedo con la que no quiere perdonar, con la que sabe hacerlo y con la que no tiene necesidad de hacerlo porque no le hirieron. Me quedo con la enamorada y con la que cree que no puede amar. Me quedo con la que da la cara y con la que huye. Me quedo con la estupenda y con la de “ni de coña”. Me quedo con la lista y con la tonta, me quedo con la rebelde y con la dócil, me quedo con la pasional y con la frígida, me quedo con la sensata y moderada, y con la más descuidada. Me quedo con la que gusta y con la que disgusta. Me quedo con la que aguanta y con la que se resiste a hacerlo. Me quedo con la que quiere y con la hostil, me quedo con la niña de los pájaros en la cabeza y con la sabia mujer que eres. Me quedo con tus todos y con tus nadas.
Me quedo a tu lado, con la mejor compañera de mi vida. Me quedo con la que suministra y con la acreedora, me quedo con tu debe y con tu haber. Me quedo con la que cura y con la que necesita ser curada. Me quedo con la crítica y con la tolerante, me quedo con la simpática y con la huraña, me quedo con la mujer social y la que se aísla. Me quedo con la payasa y con la sería, me quedo con la que sabe disfrutar y con la que no puede hacerlo. Me quedo con la que viene, la que va y con la que por el camino se entretiene.
Me quedo con la espléndida y con la miserable, me quedo con la afortunada y con la de la mala suerte. Me quedo con la que apuesta, con la que gana y con la que pierde. Me quedo con la arriesgada, audaz, aventurera, así como, con la cobarde, paralizada y con miedos. Me quedo con la abierta y la cerrada, me quedo con tus mariposas y tus jaquecas. Me quedo con tus ilusiones y tus decepciones. Me quedo a tu lado, reina. Me quedo a tu lado, mendiga. Me quedo contigo, amor.
Me quedo con la que escucha sin interrumpir y con la que no deja acabar la frase, me quedo con la que acierta y me quedo con la que se equivoca. Me quedo con la que habla demasiado y con la callada, me quedo con tus deseos y con tus frustraciones. Me quedo aquí, acompañándote o dejándote a solas. Me quedo con tu cielo, tu paraíso y con tu infierno. Me quedo con tus neuras y con tus clarividencias. Me quedo con tu magia y tu poder, como tengo que quedarme con tus dudas o tus evidencias. Me quedo con la simple y con la sofisticada, me quedo con la que rumia en silencio y la que grita. Me quedo con la que se defiende y con la que no sabe.
Me quedo con la dulce y con la salada, me quedo con la que siembra y con la que arranca la cosecha, me quedo con la que opina y con la que no tiene voz. Me quedo con la aceptable y con la intolerable, me quedo con la cara, la ganga y la regalada, me quedo con la espuma y me quedo con la contundente, me quedo con la que se sabe atractiva y con la que no se lo cree. Me quedo con tu cuerpo, tu espiritualidad, tus emociones y con tu mente. Me quedo en ti y en mí. Me quedo en nosotros. Me quedo.
Y te prometo, te doy mi palabra, de comprometerme contigo. ¡Voy a quererme mucho todo el tiempo! Te acepto tal como eres. Te lo juro: Me quedo con todas las que eres, y con las que podrías ser.
¡Te amo toda!
Tras una cruenta batalla con “mis juicios” que he conseguido ganar. Hoy puedo decir:
Soy Marisa Rubio Pedrero. Una mujer ENCANTADORA, de naturaleza amable, alegre y muy creativa. Tengo 49 años, casi recién estrenados. Por ello tengo dos ventajas: Por un lado, no los aparento físicamente, y por otro, no me siento “mayor”, por lo que tengo la habilidad de conectar fácilmente con cualquier edad. Además tengo el valor añadido de atesorar la experiencia vital de tener la edad que tengo y “vivir para contarla”, como decía el genial García Márquez.
Soy una apasionada de la vida, del ser humano, de la naturaleza y del arte en todas sus manifestaciones.
Me encanta comunicar, inspirar y motivar. Infundo confianza por mi capacidad de entrega, involucración personal y compromiso socio-cultural.
Según dicen soy generosa hasta el límite, lo que nadie me ha podido explicar es quién pone ese límite. ¿Y qué le voy a hacer si me llena compartir?
La cuestión es que siempre encuentro lo mejor de las personas, y les ayudo, en la medida de mis posibilidades y conocimientos, a potenciarlas. Nadie me es ajeno por pura empatía.
Disfruto aprendiendo, viajando, conociendo nuevos paisajes, culturas y maneras de vivir. Soy realmente curiosa del ser humano, de sus creencias y de sus creaciones. Me fascina el mundo y su humanidad.
El contacto con la naturaleza para mí es vital. Todos los elementos forman parte de mi propia naturaleza: Tierra, agua, fuego, aire, metal y madera. Yo me siento conectada con un universo infinito en el que soy una parte y a la vez UNA en él.
Suelo amar desinteresadamente y con toda intensidad. Amo a mi familia, a veces, incluso a pesar de mis pesares. Y he decidido cambiar palabras como “necesito” a mi hijo en mi vida por “QUIERO” a mi hijo en mi vida. Mis amigos son mis grandes amores incondicionales y se encuentran en todas las facetas de mi vida. Porque cuando quiero: “QUIERO”.
Autosuficiente y luchadora incasable hasta ahora, que quiero decirme: ¡PARA!:
- Mi propósito es: AMAR MI VIDA.
Quiero CREER EN MÍ SIN CHISTAR, como nos dijo Antonio Moya. ¡QUIERO DARME UNA OPORTUNIDAD!
Me he acostumbrado a identificar la opinión de algunas personas de mi entorno con lo que soy y yo soy lo que soy y puedo aceptar lo que la mayoría ve.
- Mi propósito es: PODER VIVIR LA ABUNDANCIA QUE CREO.
Quiero LIBERTAD ECONÓMICA: quiero facilidades, quiero lo que me gano, quiero poder elegir lo qué hago, cómo lo hago, dónde lo hago y con quién y para quién lo hago.
¡QUIERO SER LA RESPONSABLE DE MI VIDA! Incluyendo la letra pequeña.
¡POR QUÉ YO LO VALGO! Como dice L’Oreal.
Y porque, aunque todavía me cueste creerlo: ¡YO LO MEREZCO!
- Mi propósito es UN COMPROMISO MUTUO DE AMOR INCONDICIONAL.
Porque me siento preparada para ello: Quiero UN COMPAÑERO VITAL, UN COMPLICE DIARIO Y UN ALIADO PARA EL RESTO DE MI VIDA…
¡SIN LIMITES! ¡SUEÑO EN GRANDE! ¿Para qué soñar pequeño?
- QUIERO DISFRUTAR DEL CAMINO: haciendo los cambios para mejorar mi vida, aceptando lo que no pueda cambiar y apreciando la diferencia. Y AGRADECEROS DESDE EL ALMA, LA COMPAÑÍA en este tramo del camino y en los que nos queden.
Quiero desearos: ¡Buen camino! ¡OS QUIERO!
Hoy lanzo mi nuevo blog para compartir amores y pasiones, e invitaros a participar en mis nuevos proyectos como los Talleres de iniciación a la Escritura Creativa y para lo que surja en el camino de CREAR una vida de cuento. ¡Sigue atento! Os mantendré informados. Puedes leer los nuevos mensajes de este blog a través del feed RSS.