¿Un poquito más de hielo?

13.07.2015 10:29

Para la ola de calor, traigo algo verdaderamente refrescante que quiero compartir con  vosotros. ¡Un cuento fresco, fresco!

Algo distinto, algo diferente. Una lectura que se puede acompañar con un estupendo Mojito cubano bien cargado de hielo muy picado, ron blanco, limas verdes, azúcar y hierbabuena. ¡Feliz degustación!

PEREZA

Quería una habitación con vistas, una cama con sábanas limpias y un armario lleno de ropa. Pero tenía que matar a alguien…

Y me daba una rabia. Bueno, más que rabia, por todo el daño que me había causado, me daba pereza, hacer el mínimo esfuerzo para librarme de ella, después de aquel desgaste; aunque ni mi estado de agotamiento impedía que, una u otra vez, este pensamiento invadiera mi ser hasta quitarme el sueño, el único descanso que me quedaba. No podía vivir así. No podía seguir así. No podía más... Era ella o yo. Porque vamos a ver, en principio, yo sólo buscaba una habitación con vistas.

Las vistas

Y más que con vistas me encontré con aquella visión de soberbia mulata, abriendo la puerta con una camisela, tan transparente que lo primero que vi fueron sus dos fresones que apuntaban hacía mí, tratando de escapar quizás de aquel forro, inútil por lo obvio, o mejor, me incliné a pensar en aquel momento, mandándome un mensaje muy claro: “Vamos a por ti”.

­— Te estaba esperando, papito —fue lo único que dijo.

Aquella irrisoria ventana que tenía la habitación de alquiler que me ofrecía, era tal que nada, pero ¡Dios!, cómo estaba ella. Era espectacular. Yo no había visto una mujer así en mi vida y menos a esa distancia. Me dijo su nombre pero no lo recuerdo. Era bella, la dueña de la casa, e inocente de mí, pensé que no me importaría que se convirtiera en mi dueña. ¡Qué prodigio de mujer tenía ante mis ojos!

­— No hagas eso con la cabeza, no me desapruebes todavía. Tú te hubieras encontrado en la misma situación.

La primera cláusula de mi contrato conmigo mismo estaba prácticamente firmada. No tendría vistas a un paisaje, pero tendría su visión. ¡Uh, apetecible! Un jugoso manjar con el que regalarme la vista cada día.

Una cama con sábanas limpias

Tras cinco años de convivencia con compañeros de piso masculinos, anhelaba unas sábanas como Dios manda. Limpias, suaves, aireadas como las de la casa de mi madre en el pueblo y no aquellas malolientes sábanas que almacenábamos en nuestras camas durante meses.

Sí, era bella, quizás la que más. Pero también era mujer. Muy mujer, la mulatota, de esas que se crecen ante los hombres porque se saben poderosas. Con el poder de un cuerpo que podría dominar a cualquiera, haciéndole creer ser el más afortunado del planeta. Como ella hizo conmigo.

Unas sábanas limpias al principio, y ella trampeándome con el papito para aquí, papito para allá. Cada día más ligera de ropa ella, cada día más atrapado yo por aquella provocación a la que no tardé en sucumbir. Dos mojitos en una noche de sábado y el tercero lo estábamos compartiendo en mi cama de noventa. Follamos toda la noche sin parar. Soy incapaz de explicar, no puedo, no sabría lo increíble que fue el sexo con aquella pantera claro oscura de sabor a ron.

Toda una noche no bastó, cada noche se tornó en el mismo ritual sexual absolutamente desinhibido, excitante, y creo que entonces hasta placentero. Total que mis sabanas, con tanta corrida y tanto sudor, no volvieron a estar limpias nunca más, por mucho que se mudaran a diario.

Bella, como finalmente la bauticé en mi cabeza, era una amante excepcional, fantástica, pero insaciable, y yo me sentía devorado por aquella mulata. Estaba acabando conmigo, me daba cuenta. Ya no era sólo que me tuviera al límite de mis fuerzas, con sus ansias, era que mi agotamiento era tal, que me llevó al hastío más absoluto. Nada me interesaba, estaba saturado de tanta pasión.

— Papito, ven con tu negra que está caliente —le escuché llamarme desde mi habitación, y me imaginé golpeándola con un bloque de hielo hasta que no quedara nada de aquella fogosidad nauseabunda, tan suya, y que a mí me tenía hasta la polla.

Un armario lleno de ropa

Quizás debí ser más específico y preciso en mis necesidades. Pues el armario lo tenía lleno de ropa; pero aparte de cuatro camisas y dos pantalones, el resto era de la maldita mulata. Poco a poco, al pasar cada noche en mi habitación, su ropa se fue mudando a la conquista de mi armario, y la mía fue al igual que yo perdiendo su espacio ante el allanamiento fogoso de la habanera.

“Anemia”, me dijo el médico. Yo que jamás había tenido que coger una baja por enfermedad. Pues a la cama, algo más que agradecerle a la cubana. ¡Menos mal que de día me libraba de ella!

Pese a mi apatía que me impedía hasta cambiar de posición por no hacer un esfuerzo, viendo la gravedad del asunto ya como un tema de pura supervivencia, aproveché la ausencia de mi amantis para arrastrarme hasta su habitat natural.

— ¡Será hija de puta!

Una habitación enorme, con una terraza que daba al Retiro. Una cama de uno treinta para ella sola, con sus sábanas oliendo a canela, suaves como plumas de oca, y limpias como la patena, y un armario. Sí, un armario lleno para mi sorpresa de ropa masculina. Cuántos tíos se habrían cepillado a la muy puta, me pregunté viendo con mareo el zoco de pantalones y camisas. Ya me quedaba más que claro quién sería su siguiente victima. Ya no me cabía ninguna duda de sus intenciones para conmigo.

Pero tenía que matar a alguien

Sabiendo lo que me esperaba, tendría que adelantarme y sacudir la pereza como fuera. Aquella habitación me correspondía a mí por derecho. Me la había ganado. Tendría que matarla y acabar con ella antes de que acabara conmigo. Y como en la guerra, tomar su habitación como terreno conquistado. Eso sí, sin demasiados esfuerzos.

Poco a poco fui convenciéndola que deberíamos viajar a su Habana, no quería que una vez que hubiera acabado con ella me empezaran a molestar si alguien la extrañaba, por ejemplo, en el trabajo. Se me hacía bastante creíble pensar que hubiera viajado a su país y decidido quedarse.

El día anterior, a nuestra supuesta partida, trajeron una gran cámara frigorífica que con persistencia se había encargado en sonsacarme para regalar a su gente, allá en La Habana, por supuesto, no dudé de cuál era el verdadero destino que la mulata deseaba dar a aquel aparato: una tumba para mí. ¿Me olvidaría en ella en el puerto al desembarcar?, me preguntaba quitando la tapa del embalaje para ver el tamaño exacto. Bueno, ya era lo de menos, yo la había descubierto, así que estaba preparado.

Aquella noche fui generoso con la mulata, tan fogosamente generoso como ella lo era conmigo. La di bien de candela, como a ella le gustaba. Me sentía realmente entregado a satisfacerla y hacerla gozar.

— ¿Te gusta así, mamita?

— ¡Ah! ¡Sí! —no paraba de gemir, al igual que no paraba de montarme— Sigue, sigue, sigue…

Y seguí. La hice alcanzar el éxtasis, cosa que antes ni se me hubiera pasado por la cabeza que pudiera lograr. Cuando se sacudía su cintura por fin estremecida entre mis manos, me aseguré de sacar mi dolorido miembro de aquel volcán que había estallado en erupción, y alcancé del cajón de la mesita la jeringuilla ya preparada con el “letalner”, que no dudé en introducir en su nalga de café cortado.

Puedo asegurar que no sufrió nada. Por un momento, hasta envidié su suerte, o acaso ella habría preparado una muerte tan dulce como aquella para mí. Es bien seguro que no. Sus nervios quedaron paralizados en cuatro segundos, ni siquiera debió sentirlo. Su fogosidad quedó satisfecha al tiempo que su ardor era sofocado y apagado para siempre. La tomé entre mis brazos y la llevé a la cámara frigorífica que la esperaba con la temperatura adecuada para extinguir cualquier resto de calor de la mulata, allí la dejé, para que descansara, relajada y dichosa.

 — ¿Quieres más hielo en tu mojito, mamita? Me queda mucha barra para picarte.

Y comprendí que sí, al ver el gesto de sorprendente gozo en sus labios que ahora se iban por el retrete en el desorden de las piezas de un puzzle cristalino.

Autora: Marisa Rubio Pedrero