Cuento leído en mes temático "Como la vida misma" del Club de Lectura Librería Bravo. En Enero de 2014
A veces soy sencillamente feliz.
En ocasiones me gusto, confío en mí, estoy segura de lo que hago y me siento bien conmigo misma; en otros momentos solamente busco como mis personajes:
CALDERETA
Aquel martes que mi hermana desapareció, a las ocho de la mañana, me dirigía en el Range Rover a dejar a mis hijos en el colegio. Mi móvil que suena. “Caldereta” puedo leer en la pantalla. “¿Dime?”, y me coloco el manos libres, cuando, sin más, Clara empieza a llorar a gritos, y, David y Sergio a pelearse. No sé qué me solloza mi hermana al otro lado de la línea, sólo creo llegar a escuchar que ha decidido acabar de una vez por todas con Caldereta. La parte trasera del Rover se convierte en un campo de batalla. No oigo nada. ¿Qué dices?, pregunto, pero por lo visto, ha colgado.
El mote se lo puso el primo Carlos, cuando mi hermana tenía 6 años. Aquella navidad, las segundas del pequeño, tendiéndole la pandereta a ella, le dijo: “Tócala Caldereta”. Pese a entender que se refería a que “tocara la pandereta”, hizo tanta gracia la ocurrencia del chiquillo, que se quedó con Caldereta como nombre de reconocimiento familiar, y que con los años fue trascendiendo al conocido.
Tenía un miedo descomunal, la pobre: sentía el mismo pánico a no ser aceptada por los demás, que yo a las asquerosas cucarachas, y Alberto a los terribles payasos. Por eso, supongo que a sus treinta y ocho, ni siquiera se atrevió a usar su nombre de pila, del cual yo ya ni me acuerdo. Y ella seguía respondiendo por Caldereta. Entre otras cosas porque los cambios, por insignificantes que fueran, le producían bastante desazón. Suficiente como para inmovilizarla la sola idea de cambiar su viejo móvil por uno mejor, o, no devolver una cafetera en garantía, aunque no funcionara, pues la había usado ya.
Según Alberto: era incapaz de hacer lo que decía que quería... tan soñadora... pero sin voluntad. “¡Eres victima de tus pasiones, mi querida Caldereta!”, y ella le sonreía a las guasas, algo insegura tal vez, pues creía que se las hacía con cariño y no por celos. Desde pequeño, él excluido de nuestros juegos de “niñas”, se había quejado a mamá de que siendo el mayor no le dejábamos venir a jugar con nosotras al Retiro.
En cuanto dejo a los niños, llamo a Caldereta a su móvil sin ninguna respuesta. Así que telefoneo a Alberto para decirle lo que ocurre. Está en una de sus reuniones de negocios. Supongo que para tranquilizarme, me insiste en que será cualquier bobada de nuestra hermanita, y me asegura que no debo preocuparme.
— Ya sabes que siempre dice que le gustaría cambiar de vida —me indica cuando súbitamente su voz se aleja durante un eterno segundo—, pero nunca hace nada.
—Pero veras... —me trato de hacer escuchar—, creo que me ha dicho que va a acabar con su vida, no a cambiar...
Noto que se ríe. ¿Le estarán haciendo cosquillas?, me pregunto con asombro, pues soy consciente de que no le he dicho nada divertido. “Qué no, mujer”, le oigo decir entrecortándose la llamada, “que ya veras... que no... pasa nada”.
— De acuerdo —afirmo para colgarle, harta como estaba de sus idas y venidas telefónicas.
Decido ir a la Galería de Arte donde trabaja. En ella, cada vez que un cliente le pide su opinión sobre una de las obras expuestas, Caldereta temblaba y no sabía bien que hacer: no porque no tuviera opinión, si no, por que no entendía cómo atinar con lo que el cliente quería oír. Pero Caldereta no está. Y nadie sabe que decirme.
Sigo llamando a su móvil. No hay respuesta. “¿Qué haces?”, pregunta Jaime, cuando entra en la cocina para encontrarme plantada, cual avellano seco, frente al móvil. Me dice qué que ocurre, le cuento lo que sé. Y me indica que no me angustie, que ya se encarga él de ir a buscar a los niños a la escuela. ¡Los niños! Me había olvidado de ellos.
— ¿Dónde estás, Caldereta? —me pregunto en voz alta.
Mi marido me señala que posiblemente esté en su casa, enferma o algo así, cuando coge las llaves del Rover para entregarme las de su Ford. Yo entiendo que se refiere a deprimida. Solía pasarle.
Tenía un sueño. Nada trascendental ni siquiera original, me confiaba Caldereta avergonzada, en el cuarto que compartíamos cuando nuestros padres daban el toque de queda a la iluminaria. Su sueño consistía en ser amada. Necesitaba ser lo más importante para otro. Pero su lista de amores había sido mucho más extensa que su modesta lista de amantes. Había amado mucho. Se había entregado, sin otro interés que el de ser correspondida. Y ellos, Caldereta no entendía el porqué, acababan desapareciendo, como si nada hubiera pasado. Algunos ni le dijeron adiós; los que sí, le hirieron.
Me dirijo entonces en el Ford hacía su casa, con mis esperanzas puestas en encontrarla en la cama apurando una caja de kleenex. Vivía en un piso de alquiler bastante destartalado, que no se aventuraba a reformar por no disgustar al casero, el cual insistía cada mes al pasarse a cobrar los recibos, en lo bien que se conservaba la casa, pasando su dedo por cualquier nuevo desconchón o cerco humedecido y rugoso de olor a desagüe, gracias a ella, sin duda: “¡Ojalá todos mis inquilinos fueran como usted, señorita!”
Llamo al timbre sin respuesta. Mis nervios están a punto de producirme una cistitis. Y temblando, trato de tomar oxígeno y pensar: ¿qué hago? Creo escuchar su voz diciendo que Caldereta se acabó para siempre. Saco el móvil. Vuelvo a llamarla. Espero tono. Oigo la llamada, se sacude entre mis pies sobre la alfombrilla de “Bienvenido al hogar”. Increíble, su móvil, aquí está. Aquí ha estado todo el tiempo, con mis quince llamadas perdidas.
Con su propio móvil se me ocurre llamar a nuestros padres, para ver si ellos saben algo. A su edad necesitaban de atenciones especiales que Caldereta siempre estaba dispuesta a socorrer. Alberto y yo ya andamos bastante ocupados con nuestras propias familias, así que quién mejor que ella, que no tenía esas obligaciones para hacerse cargo de las idas y venidas al hospital, las compras semanales y las gestiones administrativas. Sólo debía atender alguna que otra emergencia casera de vez en cuando.
— Caldereta, hija, ¿Dónde andas?
Responde mamá, dejándome en la duda de qué hacer, pues es evidente que ella tampoco sabe dónde está y no quiero alarmarla. Mi madre continúa su conversación con Caldereta explicándole que el señor fontanero no puede esperarla más, que padre está a punto de tener un infarto y ella: “Ya ves hija... con cuarenta de fiebre que ando”. Tonta de mí, caigo en la trampa, preguntándole si se ha tomado la temperatura, ni qué decir tiene que reconoce mi voz, y tengo que darle todo tipo de explicación absurda sobre qué hago yo con el móvil de mi hermana y dónde está ella. Mi madre no entiende lo que le cuento, y enfadada, me reprocha qué si estamos jugando como cuando éramos pequeñas.
— ¡Eso es, mamá! —exclamo con júbilo— Como cuando éramos pequeñas. ¡Gracias!
Me despido cariñosa prometiéndole que esa misma noche la llamo y que al día siguiente me encargaría de lo que fuera con el fontanero. Y sin perder más tiempo, corro hacia el Ford, que extrañamente encuentro mal oliendo a tabaco. ¡Qué boba soy!, me reprocho divertida introduciendo la llave de contacto, dándome cuenta que vuelvo a respirar.
Me dirijo al Parque del Retiro, donde jugábamos de pequeñas. Hasta habíamos dado con un juego propio y secreto: nuestro escondite particular. Podía ver a Caldereta con sus trenzas, color zanahoria, deshilachadas, su nariz pecosa, y poniendo su minúsculo meñique ante su boca como en los carteles de los médicos de ¡Silencio, por favor! Silbando las palabras que tropezaban entre sus dientes y sus vacíos para decir: “Sólo tú y yo”.
Aparco mal en un lateral de Alfonso XII, me importa un comino, me siento con mis quinces: juego de nuevo. Entro por el paseo del Parterre y avanzo por el de Paraguay hasta la Plaza de Hondura, desde donde me encamino hacía el Palacio de Cristal, y de allí a la gruta situada a la orilla del estanque. Me siento en el banco de su interior. Hay bastante gente, pese a ser las cuatro de la tarde. El corazón me late acelerado. Me apoyo con disimulo en el respaldo y dejo que mi mano resbale hacia aquel hueco de la roca. Una vez en él, inicio la penetración con dolor, pues se estrecha más de lo que recuerda la memoria de una mano de niña convertida en adulta. Me desentiendo todo lo que puedo de las rozaduras, y sigo palpando hasta dar con un trozo de papel. Lo saco, excitadísima. El nudillo de mi dedo índice sangra un poco, no le hago caso y abro el papel. Tiene un número de teléfono móvil anotado. Marco aquel número y espero... un tono, dos tonos, tres tonos:
— ¡Hola, —responde la voz de Caldereta— soy Laura!
— ¡Laura! —repito aquel nombre recuperado del olvido— Cariño, estoy encantada de oírte. ¿Te puedo echar una mano con los preparativos del entierro?
Y nuestras risas se pierden entre las voces de la multitud, la música llorona de un acordeón y el salpicar del chorro del estanque.
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