La Lula Turula
Al pasar a limpio las notas que fui escribiendo para este cuento me conmoví y emocioné como una niña, me entusiasme, me pareció “tan grandioso” que me mire con asombro y orgullo al ser consciente de mi creación. Agradecí con el alma a mi creadora la inspiración y la calidad: Admirada de saber cómo había escrito el cuento de forma improvisada, sin saber que quería contar, sólo escribiendo a salto de mata entre viaje y viaje interurbano. Empezó viajando a Santa Eugenia y acabo en una terracita de Batan donde me obsequié una comida estupenda mirando la Casa de Campo.
Este es el asombroso resultado de no esperar un resultado. Yo viendo ahora el conjunto ALUCINO y digo ¡GRACIAS, GRACIAS, GRACIAS POR ESTE PEDAZO DE PERSONAJE QUE ME TIENE ARREBATADA! Espero que a ti también te enamore. Disfrútalo.
La Lula Turula
Subida a sus tacones de cuerdas, prensada en su pantalón tobillero de topos blancos sobre azul cielo y armada de abalorios. La Lula Turula se lanza a la caza del tesoro. Buscó príncipe en una época, ahora busca reino en el que reinar. Su pelo tosco pulcramente dominado por la plancha enmarca un rostro luminosamente oscuro, con labios color fucsia y sombra de ojos exageradamente azul. Lula Turula marca orgullosa sus encantos, para qué si no los tienes que para lucirlos. Ríe descarada, no hay pena que valga para los grandes amores y ella siente un profundo amor por su persona. Se gusta como nadie y luce como diamante el brillo de la estima en su mirada. Camina contoneando su alegría como poderosa monarca de sus encumbres.
Sentado en el parque a la sombra de una encina, Alberto revisa sus notas musicales, su última composición sin resolver. Mira y remira entre interrogantes danzas de qué me falta. Levanta la vista agotado del esfuerzo; mira al cielo como pidiendo inspiración y de repente la ve: Marcando el ritmo con sus caderas, poderosa, soberana en su embutido pantalón, generosa en su muestrario de tesoros, altiva y llamativa. «Eso es poderío», se dice observando su seguridad con envidia y reverencia.
La negra llega a su altura y le mira descarada, se sabe observada con fervor. Repara su mirada felina en las partituras de él.
— ¿Músico? —le pregunta.
— Compositor —responde Alberto, tratando de ocultar las pruebas de su delito de falta de inspiración.
— ¿Y no es la misma cosa, mi hijo? —observa ella, soltando una risotada que salpica como una cascada de alegría a Albertos que se siente refrescado de sus fugitivos deberes— ¡Trovadores de la emoción! Hermoso oficio el tuyo —asegura Turula.
Alberto sonríe con timidez invitándola a acompañarle, extendiendo la lona de cuadros rojos y blancos, sobre la que está sentado en la hierba que todavía está húmeda del riego de la tarde. Turula acepta y sienta toda su poderosa redondez con sofisticada naturalidad. Alberto embobado y boquiabierto no puede retirar sus ojos de esta atrayente mujerona.
— ¿De dónde eres? —pregunta azorado, notando que está embelesado como pelele con semejante ejemplar de hembra.
— ¿De dónde crees tú, mi hijo? —comenta ella divertida y juguetona, dándole un suave codazo con su brazo cargado de pulseras de todos los colores.
Alberto hace un ademán de ir a responder, más Turula se anticipa.
— De aquí… de allí… del mundo.
A él parece sorprenderle la falta de precisión de la respuesta y se encoje recogiendo sus piernas entre sus brazos como un niño enfurruñado. Turula se acomoda el top, explorándole con el rabillo del ojo.
— A veces… sólo a veces —dice Turula como hablando consigo misma—, hay que dejar que las cosas sean porque sí. Sin apuros, sin etiquetas.
Alberto levanta la vista de las puntas de sus zapatos, para mirarla con asombro. Turula le devuelve una mirada cálida, sin altivez. Él percibe la honestidad de aquellos ojos y se relaja dispuesto a escuchar.
— Es como tu música. Crees que es música porque tú te tienes que esforzar en que sea buena o porque sencillamente es lo que es: música, acordes inesperados, envolventes, vibraciones que nos emocionan, que nos hacen soñar, que nos ponen alas. ¿Cuál es tu nombre, mi hijo?
— Alberto —responde él, cayendo en la cuenta de que todavía no se habían presentado.
— Yo soy Turula, Lula Turula para el mundo. Y dime Alberto: ¿Qué es para ti la música?
— Para mí la música es la vida —responde con entusiasmo—. Es mi pasión.
— ¿Amas tu música?
Alberto se vuelve a sorprender y no sabe muy bien que responder. Con un gesto que no pasa desapercibido para Turula trata de ocultar de nuevo las partituras de su vista.
— Digamos —carraspea Alberto— que sí… supongo… amo la música en general.
— ¿Y la tuya en particular? —le acorrala Turula.
— Bueno la mía —se le iluminan los ojos al encontrar la respuesta como si acabara de tener una idea, una revelación para salvarse—. Como ya te he dicho me apasiona.
— Y cuéntame, Alberto, ¿para ti es lo mismo apasionarte que sentir pasión?
— ¿Cómo? —se agita Alberto sofocado— No entiendo la pregunta, Turula.
— Te pondré un ejemplo más claro. Imagina que conoces a una chica estupenda que te apasiona desde el primer momento.
— Sí… —le sigue Alberto reafirmando con la cabeza.
— Esta chica te gusta muchísimo. Alberto, estás apasionado por ella. Te gusta tanto que de hecho te cuesta acercarte a ella, ni siquiera para hablarle. ¿Sientes pasión con ella o por ella?
— Con ella no, está claro, en todo caso siento pasión por ella.
— La música es como una amante, Alberto, para sentir pasión con ella tienes que hacerla tuya, sentirla, amarla, sea el que sea el resultado. ¿Es eso lo qué sientes por tu música, Alberto? ¿Te la escuchas, te la dejas sentir, la amas, sientes la pasión con ella?
— Supongo que no —se culpabiliza Alberto sintiéndose derrotado, como si Lula Turula le acabará de rejonear como a un toro toda su vocación.
Turula le coge una mano. Alberto se estremece ante el contacto físico. Casi en un susurro, como confesándole un secreto, Turula le revela que lo importante no son los resultados, la música de Alberto está esperando a que él sólo reparé en ella, que la sienta, que se entregue a ella con pasión, que la haga suya porque es suya, le está aguardando únicamente a él.
— Tu música, mi hijo, no necesita tus conocimientos, no necesita de tu mente, sólo necesita tu sentir. Escucha con amor tu música, porque está dentro de ti deseando que la hagas tuya.
Alberto abrió los ojos como platos y de repente su rostro que había perdido el color de sus mejillas se le encendió como tea ardiendo y de un salto emocionado se puso en pie. Arrastrando la mano de Turula con él al hacerlo. Ésta se rio sonoramente al descubrirse con el brazo alzado como estatua de la libertad entre las manos del muchacho que brincaba y danzaba sin devolverle preciado miembro.
— ¡La siento Turula! —grito exaltado—. Siento mi música. Vibra en mi interior. Es… es… —se paro buscando la palabra y cerrando los ojos se concentro en su escucha— es maravillosa. ¡La amo!
Alberto se arrodillo frente a Lula Turula. La negra le sonrió con ternura y se fundieron en un abrazo de gratitud y cariño con el sabor dulce del azúcar moreno de ella y la adoración de él por el regalo recibido.
— ¡Gracias Turula! Nunca olvidaré lo que acaba de ocurrir.
— No lo hagas, mi hijo. No dejes de escucharte. Tu música está en tu interior, tú sólo tienes que expresarla, sin cuestionarte si es o no es, porque si tú la sientes tu música sin duda es extraordinaria, porque nace de tu propia esencia. Lo que nace del amor es inmejorable. Permítete la libertad de sentir tu arte sin juzgarte, sólo apreciándola —tratando de levantarse, Turula apoyando una mano en el suelo—. Ahora se amable, querido y ayúdame a incorporarme —Alberto la incorporó con mimo y devoto cuidado—. Te dejo, mi hijo, que noto que tienes ganas de seguir con tu misión— concluyó Turula señalando con una inclinación de cabeza picara los papeles desparramados a su alrededor y con un guiño se despidió volviendo a su contoneo y taconeando con alegría se retiró, sin más.
Alberto la vio alejarse y miró los papeles con el gozo reflejado en su cara.
— ¿Te veré Turula? —chilló, consciente de que se iba— ¿Podré compartir mi música contigo?
Turula no se volvió para contestarle, siguió caminando como si no le hubiera escuchado.
— Harás algo mejor, mi hijo. La compartirás con el mundo.
Autora orgullosa: Marisa Rubio Pedrero
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