Lotería de Navidad: "Un cambio de nada"

16.12.2015 10:39

En estos días en los que algunos acariciamos la idea de que nos toque la lotería de Navidad como el Santo Grial de nuestras oportunidades a mejorar de estas miserias que nos afectan, y que no lo son a la vista de ningún representante político (la otra lotería de este año que se realizara en la misma semana). De corazón espero que nos toque la de Navidad que tanto necesitamos la mayoría. En algo más que un auto de fe quisiera confiar en que nos tocará la de los gobernantes para el mayor bien común. El caso es que debo de ser poco creyente, por más que lo intento me cuesta “creer” en ese cambio que nos prometen y que la experiencia nos demuestra que se queda continuamente en la urnas y que sólo beneficia a quienes tienen el poder. En fin…

Un cuento navideño, que ya tenía ganas de contar cómo algunos deseos se pueden hacer realidad en estas mágicas fechas: “Un cambio de nada”. Así que pedir bien, no sea que se nos vaya a conceder y nos toque una lotería inesperada jjj.

UN CAMBIO DE NADA

Veintidós años trabajando en electrodomésticos Vicente, veintidós años casado con su esposa, veintidós años con el mismo uniforme azul cobalto marchitado «y veintidós años jugando al mismo maldito número de Navidad: el 06722, que al menos eso se podría evitar, digo yo», piensa, abriendo con su ennegrecida llave el cierre de entrada a la tienda.
Aquel veintidós de diciembre había llegado el primero, así que, dejando el cierre a medio echar, desactivó la alarma y se dirigió al cuadro de luces a activar toda aquella verbena de artificios, colores, imágenes y runrunes que despertaban a los aparatos dormidos. En el televisor más grande ya estaban los niños de San Ildelfonso con su repiqueteo:
— Nueve mil quinientos doce.
— Mil euros.
— Veinte tres mil doscientos trece.
— Mil euros.
Era la Primera de televisión española. Nuestro hombre pensaba que a pesar de todo lo que nos contaran había cosas que nunca cambiaban, el sorteo del estado se retransmitía en la Primera como siempre y lo único que cambiaba es que los chavalines de San Ildelfonso cantaban mejor las pesetas que los euros. Eso sí que se notaba.
Una señora se acerca hacía él. Sus compañeros ya habrán llegado. La tienda está abierta y hay que ponerse a la faena. Le sonríe sin demasiada convicción y espera a que se acerque a su humilde mostrador para preguntarle qué desea. Ella no duda en responderle: «Que me toque el gordo». Nuestro hombre se queda descolocado, es natural, él no se siente la lámpara de Aladino, así que carraspea un poco, hasta contestar:
— Y... ¿en qué otra cosa la podría ayudar?
Hay cambio de niños en la Primera, se llenaron los alambres de la segunda tabla, por lo que llegan risueños para cantar un rotundo pelirrojo y una trenzada preadolescente. «Tendrá la edad de mi hija», piensa él, «.Llegó tarde, pero al menos llegó. Ese es el consuelo de los que no esperamos nada nuevo».
Se está sintiendo mal, está empezando a notar que desearía que todo fuera distinto, le quema la garganta y lo vomita:
— ¡Ojalá todo fuera diferente!
— Seis mil setecientos veintidós
— Tres millones de euros
Y se reaviva el entusiasmo en los chicos que acaban de cantar el gordo:
— Seis mil setecientos veintidós
— Tres millones de euros —extiende su son, la chica de las trenza, emocionada, dirigiéndose a la mesa de la junta a mostrar su bola al presidente.
«No puede ser. No puede ser», se repite una y mil veces: «No puede ser».
— ¡Eh, usted qué hace ahí!
— ¿Cómo que qué hago? Trabajo aquí —responde nuestro hombre.
Don Vicente en persona se dirige hacia él asegurándole que él nunca ha trabajado allí. Inauguró aquella tienda hacía más de cuarenta y cinco años. Ya conocía perfectamente a sus empleados, entre los cuales él seguro que no se encontraba.
— ¿Pero qué dice? Si llevo más de veinte años trabajando a su servicio.
— ¡Qué no, hombre! ¡Qué no! Salga de ahí ahora mismo o haré llamar a los guardias de seguridad.
— ¿Pero qué...
No pudo acabar la frase. Fue lanzado a la calle como si cualquier cosa. Allí se queda, paralizado en mitad de la calle Bravo Murillo. No puede salir de su estupor. La gente que se lo cruza le mira como a bicho raro, pues no parece tener aspecto de mimo, y si lo es, dónde se supone que le tienen que echar el dinero. No sabe qué hacer. No puede reaccionar. Se ha quedado anclado en aquella acera.
De repente, en un soberano esfuerzo, se le ocurre consultar su reloj. Es ya la una de la tarde. Se pregunta cuánto tiempo lleva allí. Comienza a moverse lentamente, despacito, con cuidado como para no romperse. Y poco a poco, consigue desplazarse hasta la parada del autobús. Tendría que regresar a casa, piensa aterrado: No sabe cómo lo va a explicar. En realidad no entiende lo que pasa.
Sube las escaleras de su casa, como si fuera vestido con una escafandra. No quiere llegar, pero llega a la puerta de su vivienda. El parkinson de su mano hace estragos en el bolsillo de su chaqueta, notando como sobresale el billete de lotería de su pequeña cartera, busca con desazón, casi como para no encontrarlas, las llaves de su hogar. Las encuentra, a pesar de todo, incluida su propia resistencia, sabe que no le va a quedar otra que emplearlas para entrar. Sujetando con una mano la otra con la llave, aquella que trata de fugarse de entre sus dedos, procura encajarla en la ranura sin conseguirlo. Y empieza a timbrar, con idéntico resultado. Nada.
Termina rindiéndose y se desploma sobre el segundo peldaño de su rellano. Se sujeta la cabeza entre las manos. Por qué no puede entrar en su casa, se pregunta. Hasta que finalmente, escucha las voces familiares de su hija y su mujer.
— ¡Por fin! —exclama aliviado— ¿Dónde estabais, mujer? No consigo abrir la puerta.
La mujer sobresaltada coloca a su hija detrás de ella, haciéndole de escudo humano.
—¿Usted quién es? —pregunta la mujer.
— ¡Coño! ¿Cómo que quién soy? —grita con desesperación— Tú marido.
— Mi marido está muerto —afirma contundente, abriendo la puerta de su casa para entrar arrastrando a su hija con ella.
— Pero hija... —ruega, tratando de coger la mano de la pequeña antes de que su madre cierre la puerta tras de ella— ¿tú también?
Demasiado tarde, la casa se ha clausurado para él. Ambas, al otro lado de la puerta, lo escuchan arañando como cachorrillo, suplicándoles que le dejen pasar a casa.
— ¡Jo, mamá —implora la hija con lágrimas en los ojos—, me da tanta pena!
— Nada hija —la responde, alejándose ambas de la puerta y bajando el tono de su voz para no ser escuchada—. Así aprenderá. No se queja siempre de su vida, no dice que ojalá cambiara todo, pues, toma cambio.
— Pero es excesivo...
— ¡Excesivo! —exclama la madre— Excesivo es que lleva veintidós años trabajando para Don Vicente, y el muy hij... —se contiene al ver la expresión lastimera de su hija— El muy cretino —continua—, para la única vez que se le encarga comprar la lotería de Navidad, no va y cambia de número. ¡El muy ...
— Ya, mamá —solloza la niña—, pero es demasiado castigo.
— Bueno, anda, deja de llorar —la consuela, acariciándola el pelo—. Déjale estar ahí sólo un ratito más, para que recapacite. ¿Vale mi amor, un cuarto de hora, te parece bien?
— Mejor, diez minutos. —dice mimosa, echándole los brazos al cuello.